Llegaron otra vez los tiempos de restricciones y aislamiento de nuestros entornos sociales cotidianos. Llegó otra vez el tiempo de “caos”, porque la escuela vuelve a ser la habitante medio extraña de nuestro hogar.
En estos tiempos, siendo las 7 am de cualquier día de la semana, Marcos se levanta con sentimiento de desesperanza y aburrición porque sabe que, de nuevo, se sentará a recibir sus clases en el pequeño escritorio de su habitación y no en su pupitre escolar.
A su corta edad, y sin comprender todo muy bien, tendrá que sortear la calidad de su conexión a internet, recordar cuándo y cómo encender el micrófono para hacer sus comentarios espontáneos de niño, esperar a que su maestra solucione los problemas técnicos que tiene con su plataforma y hasta recibir la presión de sus padres para que participe en clase. También, debe volver a acostumbrarse a ver a sus amigos, pero sin tocarlos; a saludarlos, sin poder proponer juegos; a hacer educación física en contadas baldosas y, sobre todo, a sentirse como uno más dentro de un mundo digital, en el que la mirada no se siente llegar a los ojos y en el que los olores a mandarina y yogurt -propios de cualquier “recreo”-no instalan recuerdos.
Además de todo eso, Marcos empieza a vivir la rutina de ver a sus padres ante su propio computador todo el día. Necesita una ayuda en su manualidad o tal vez un rato de juego, pero ha aprendido que una reunión entre adultos no se puede interrumpir, que después de la reunión quizás siga un informe o la llamada de alguien “muy importante”… todo transcurre de manera muy acelerada en esa, su casa, que ahora parece más un coworking.
Ha empezado a sentir que nadie lo ve ni lo atiende…o que quien lo hace, tiene un tono de voz acelerado y una mirada constante hacia el reloj, como quien parece estar ahí, pero en realidad no. Nadie en casa tiene más de contados 15 o 30 minutos para jugar, caminar o hacer cosas de esas sencillas que necesitan los seres humanos para vivir. Muy especialmente, nadie en casa, puede vivir sin el celular al lado.
Ante tal panorama de “desconexión”, quizás su mejor salida sea también desconectarse…de su imaginación, de sus talentos y capacidades, del recuerdo de su maestra, de sus amigos y de aquel mundo de pantallas prometedor de aprendizajes para el futuro.
Mamá y papá, preocupados, exclaman “mi hijo no quiere conectarse” a las clases y actividades. Pero… ¿y si empiezan a conectarse ellos con su hijo?
Apreciados adultos de mundos acelerados, ocupados y sobrecargados (en el que me incluyo): nuestros hijos e hijas no esperarán a que termine esta pandemia para vivir, sentir, jugar, reír, compartir…su mundo sigue y nos necesitan cerca HOY, conectados emocionalmente con ellos, generando huellas de memoria afectiva con sus padres (o cuidadores), ante un momento doloroso e incierto como el que estamos viviendo.
Alejandra Pineda Arango,
Directora Jardín Infantil Pelusa.